Predestinación

¿Sería Coherente Salvar a Quien Nunca se Perdió?

La pregunta: «¿Sería coherente salvar a quien nunca se perdió?» surge de la siguiente consideración: Si los salvos nunca se perdieron y los perdidos nunca podrían ser salvos, entonces la narrativa de la redención no es un mensaje vivo y transformador, sino un drama mecanizado, escrito y representado sin la participación genuina de sus criaturas.


¿Sería Coherente Salvar a Quien Nunca se Perdió?

Uno de los pilares del pensamiento calvinista es la doctrina de la perseverancia de los santos, que afirma categóricamente que, una vez salvada, la persona permanecerá salvada para siempre. Este entendimiento se fundamenta en la idea de la elección y la predestinación divina: si alguien ha sido salvo, significa que fue elegido por Dios desde la eternidad y, por lo tanto, nunca podría perder esa condición.

La Confesión de Fe de Westminster, un documento crucial del pensamiento reformado, sintetiza esta doctrina con precisión:

«Los que Dios aceptó en Su Amado, los que llamó eficazmente y santificó por Su Espíritu, no pueden caer del estado de gracia, ni total ni finalmente; sino que, con toda seguridad, perseverarán en ese estado hasta el fin y serán eternamente salvos.»

Si aceptamos tal premisa, surgen implicaciones desconcertantes. Si los elegidos nunca pueden perderse, los no elegidos nunca tuvieron la posibilidad de salvación. Esta dualidad sugiere una narrativa en la que la perdición eterna de muchos y la salvación de unos pocos ya estaban selladas desde antes del primer aliento de vida. Pero, en ese caso, la cuestión no es solo teológica; es existencial. Si los elegidos nunca se perdieron realmente, ¿qué sentido tiene salvarlos?

La Creación y el «Hacer de Cuenta»

Si Dios, antes de crear al hombre, decretó soberanamente no solo su existencia, sino también su caída, y además discriminó entre quienes serían salvos y quienes serían condenados, entonces el drama del Edén adquiere matices inquietantes. La narrativa de la caída deja de ser un evento cargado de riesgo y responsabilidad para convertirse en una obra de teatro, un «hacer de cuenta» en el que las líneas del guion ya estaban escritas antes de que la historia comenzara.

Los elegidos, aunque considerados pecadores por un momento, nunca estuvieron realmente perdidos, ya que su salvación estaba garantizada desde antes del tiempo. Así, la predicación del evangelio no sería, en ese caso, una oferta genuina, sino una formalidad, una especie de ritual que solo confirma lo que ya estaba determinado.

¿Y qué hay de los no elegidos? Aquellos, destinados a la perdición eterna desde el principio, nunca experimentaron la realidad de una oferta legítima de salvación. En este caso, las buenas nuevas del evangelio no son más que una ficción para ellos, una promesa que nunca estuvo destinada a cumplirse.

¿El Evangelio como Representación Teatral?

Si la doctrina de la predestinación irrevocable se lleva a esta conclusión lógica, Cristo no vino a rescatar a los perdidos, sino únicamente a ejecutar un decreto preestablecido. La cruz, que debería ser el punto culminante del amor divino y de la redención, se convierte en una formalidad. Al fin y al cabo, ¿cómo puede haber un riesgo real o necesidad de rescate para aquellos que nunca estuvieron verdaderamente en peligro? ¿Y cómo puede haber una esperanza genuina para quienes nunca tuvieron una oportunidad?

El núcleo de la objeción a esta perspectiva calvinista es que amenaza con despojar al evangelio de su autenticidad. Si los salvos nunca se perdieron y los perdidos nunca pudieron ser salvos, entonces la narrativa de la redención deja de ser un mensaje vivo y transformador para convertirse en un drama mecanizado, escrito y representado sin la participación genuina de sus criaturas.

Un Llamado a la Reflexión

Es indispensable afirmar la inerrancia de las Escrituras, destacando que la palabra de Dios es perfecta y digna de plena confianza. Sin embargo, es igualmente necesario reconocer que lecturas equivocadas han llevado a graves desvíos teológicos, resultado de limitaciones e inclinaciones profundamente humanas. Estos desvíos, a menudo, reflejan interpretaciones basadas en supuestos erróneos o intereses particulares, en lugar de una sumisión fiel al texto y al contexto de las Escrituras. ¿Cómo reconciliar una doctrina que parece limitar la libertad de Dios con la plenitud del evangelio, que proclama ser “el poder de Dios para salvación de todo aquel que cree”?

Al observar esta doctrina con ojos críticos, debemos considerar: ¿sería coherente salvar a quien nunca se perdió? La respuesta quizás no resida en interminables debates doctrinales, sino en regresar al evangelio mismo como una oferta real, viva y disponible para todos aquellos que escuchan y responden. Pues, al fin y al cabo, el evangelio no es una ficción; es la invitación más auténtica jamás hecha a la humanidad.

Pensadores de la cristiandad

Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, dos de los teólogos más influyentes de la historia del cristianismo, ilustran cómo la teología cristiana frecuentemente dialogó con sistemas filosóficos previos al cristianismo para encontrar conceptos que estructuren la fe. Agustín, marcado por el maniqueísmo y el neoplatonismo de Plotino, y Tomás, profundamente influido por el aristotelismo, revelan que incluso la teología más cuidadosa es, muchas veces, una síntesis entre la revelación cristiana y las filosofías de su tiempo.

Con el advenimiento de la Reforma Protestante, se proclamó un retorno a las Escrituras bajo los principios de sola scriptura (solo las Escrituras) y sola fide (solo la fe). Sin embargo, al examinar los fundamentos de la teología reformada, se percibe que tampoco estuvo inmune a las influencias culturales y filosóficas previas. Notablemente, el concepto de elección y predestinación, tan central en la teología reformada, resuena con ideas fatalistas que impregnaron la cultura griega antigua y otras corrientes filosóficas.

La Influencia del Fatalismo

El fatalismo, como visión filosófica, postula que todos los eventos están predeterminados por un destino inexorable, inalterable por la voluntad humana. Esta idea aparece en mitos griegos como el de las Moiras, las tres diosas que controlaban el hilo de la vida, y en el estoicismo, que enfatizaba la aceptación de un destino predeterminado. Esta visión de un futuro inevitable y fijo encuentra un paralelo en algunas interpretaciones de la doctrina reformada de la predestinación, que sostiene que el destino eterno de cada individuo –sea salvación o condenación– fue decretado por Dios antes de la creación del mundo.

Aunque la teología reformada sostiene que este decreto divino se basa en la soberanía de Dios y no en una fuerza ciega o impersonal como el «destino» griego, el eco del fatalismo es difícil de ignorar. Al fin y al cabo, si el destino humano está trazado desde la eternidad, surge la pregunta: ¿Cuál es el propósito de anunciar las buenas nuevas, que llaman a los hombres a someterse a Dios mediante Cristo, si el destino de las personas está determinado antes incluso de que existan?

La Cultura Griega en la Formación de la Teología Cristiana

Así como el neoplatonismo influyó en Agustín al moldear su visión de Dios como el Bien supremo, y el aristotelismo ofreció a Tomás de Aquino herramientas lógicas para articular su teología sistemática, la filosofía griega, con su énfasis en el destino, también dejó huellas en la teología reformada. La doctrina bíblica de la predestinación adquirió matices que reflejan un diálogo, consciente o no, con el pensamiento griego.

Esta influencia es comprensible, dado que los teólogos de la Reforma, al igual que sus predecesores, vivían en una cultura moldeada por siglos de filosofía clásica. Incluso cuando la intención era regresar a la pureza de las Escrituras, el filtro cultural y filosófico a través del cual se leían e interpretaban era inevitable.

Reflexión Crítica

La pregunta que surge, entonces, es: ¿hasta qué punto las doctrinas teológicas, incluida la de la predestinación, reflejan las Escrituras en su pureza, y hasta qué punto llevan rastros de sistemas filosóficos ajenos al evangelio? ¿Presenta el cristianismo bíblico, en su esencia, una tensión dinámica entre la soberanía de Dios y la responsabilidad humana? La narrativa del Edén demuestra que sí.

La herencia filosófica griega, con sus ideas de destino inmutable, pudo haber proporcionado un lenguaje y un marco intelectual que influyeron en el pensamiento teológico a lo largo de la historia. Sin embargo, el gran desafío del cristianismo es trascender estas influencias y afirmar la singularidad de Dios: soberano (omnipotente), pero que no oprime a nadie; que tiene un propósito eterno, pero que, al implementarlo, se somete a Su propia palabra; y que conoce todas las cosas (omnisciente y omnipresente), pero no subyuga la voluntad de Sus criaturas.

Es al comprender cómo Dios es simultáneamente justo y justificador que el evangelio revela la verdadera sabiduría divina, superando las soluciones simplistas ofrecidas por el fatalismo, que no captan la profundidad de la fe, la esperanza y el amor presentes en el plan divino.

La doctrina de Cristo excluye el fatalismo

El mensaje de Cristo en una de Sus parábolas más profundas y simbólicas, presentada al final del Sermón del Monte, revela una verdad central del evangelio: la elección entre dos puertas y dos caminos. A partir de un análisis cuidadoso de esta parábola y del contexto general de las Escrituras, surge una doctrina que rechaza por completo la idea del fatalismo y exalta la fidelidad y el amor de Dios, manifestado como una invitación genuina a la salvación.

Las Puertas y los Caminos

La puerta estrecha, según lo revelado en las Escrituras, es Cristo. Él mismo declara: «Yo soy la puerta; el que entre por mí será salvo» (Juan 10:9). Entrar por esta puerta significa nacer de nuevo, convertirse en una nueva creación en Dios (2 Corintios 5:17). Por otro lado, la puerta ancha simboliza a Adán, el primer hombre, por medio del cual toda la humanidad entra en este mundo en una condición natural, reflejando la naturaleza terrenal y caída (1 Corintios 15:47-49).

Todos los hombres, al nacer, ingresan al mundo a través de Adán, pasando por la puerta ancha y siendo colocados en el camino ancho. Este camino no es el resultado de una elección humana, sino una condición universal: «Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). Sin embargo, Cristo presenta una solución: «Yo soy el camino» (Juan 14:6; Mateo 7:14). Él mismo consagró este nuevo y vivo camino mediante Su carne (Hebreos 10:20), por lo que solo Él puede conducir al hombre a la vida.

El Camino Determina el Destino

La parábola no vincula el destino al individuo de forma irrevocable, sino al camino que recorre. La puerta ancha conduce al camino ancho, cuyo destino es la perdición (Mateo 7:13). Por otro lado, la puerta estrecha lleva al camino angosto, cuyo destino es la vida eterna (Mateo 7:14). Esta distinción es crucial: el evangelio no presenta el destino como algo intrínseco al hombre, sino como algo determinado por el camino en el que se encuentra.

Esta distinción refuta directamente el fatalismo, que presupone que cada individuo ya tiene un destino fijo antes incluso de existir. Si el destino estuviera vinculado irrevocablemente al hombre, la parábola debería mostrar a los individuos como atados a un futuro inevitable. Sin embargo, la mera existencia de dos caminos y dos puertas señala la posibilidad de que el hombre cambie de camino al nacer de nuevo ante la invitación de Dios a la salvación en Cristo.

Cristo, el Camino que Conduce a la Vida

El mensaje del evangelio es claro: Cristo es el camino angosto que conduce al hombre a Dios (Juan 14:6). Es importante notar que no es el hombre quien, por sí mismo, alcanza a Dios. Es el camino angosto, revelado por Dios, el que lleva al hombre a la salvación. Esta verdad subraya la gracia divina: la invitación a entrar por la puerta estrecha está disponible para todos los que escuchan la voz del evangelio y deciden dejar el camino ancho para seguir a Cristo.

El camino ancho, por su parte, tiene un destino inevitable: la perdición. Esta perdición no es la condenación arbitraria de individuos antes de que nazcan, sino el resultado natural de permanecer en el camino que lleva a la muerte. Sin embargo, la buena noticia del evangelio es que, incluso estando en el camino ancho, los hombres tienen la oportunidad de entrar por la puerta estrecha y seguir el camino angosto que lleva a la vida.

La Exclusión del Fatalismo

Si la predestinación estuviera moldeada por el fatalismo, el evangelio no sería una invitación, sino una doctrina inerte, sin poder. Sin embargo, la parábola evidencia que el destino no está vinculado al individuo antes de nacer, sino al camino que recorre después de haber nacido. Por eso, Cristo excluye el fatalismo al presentar un evangelio de amor y gracia, en el cual el hombre puede abandonar el camino ancho y entrar por la puerta estrecha para transitar el camino de la vida.

Así, el evangelio revela el amor de Dios por la humanidad y manifiesta Su gracia, que ofrece salvación en Cristo. Todos los hombres que vienen al mundo no eligieron estar en el camino ancho que conduce a la perdición, ya que esa elección fue hecha por Adán. Pero Dios presenta una oportunidad para que los hombres se sujeten a Él obedeciendo el llamado de entrar por la puerta estrecha.

La doctrina de Cristo, por lo tanto, no se relaciona con el fatalismo grecorromano. Más bien, se manifiesta como las buenas nuevas de salvación, un llamado vivo y universal que trasciende cualquier noción de destino fijo e inexorable. El evangelio revela a un Dios que no decreta pasivamente el futuro de Sus criaturas, sino que actúa activamente en el tiempo, buscando reconciliar al mundo consigo mismo por medio de Cristo (2 Corintios 5:19).

La grandeza de este mensaje es que no se limita a una invitación formal. Dios, en Su infinita gracia, ruega a los hombres a través de Sus embajadores, implorando en nombre de Cristo: «Reconcíliense con Dios» (2 Corintios 5:20). Este llamado es incompatible con cualquier concepción fatalista, ya que presupone que el hombre, aunque caído, aún puede responder a la gracia divina contenida en el evangelio.

Mientras que el fatalismo grecorromano subyugaba a los individuos a fuerzas impersonales e inevitables, la doctrina de Cristo exalta la libertad de la gracia divina, que ofrece una elección real: dejar el camino ancho que conduce a la perdición y entrar por la puerta estrecha, que es Cristo mismo, para transitar el camino de la vida (2 Corintios 3:17). Así, el evangelio no es una sentencia de conformidad al destino, sino una invitación a la transformación y a la reconciliación con Dios.

Este mensaje demuestra que el Dios de Cristo no es un arquitecto distante que observa pasivamente el desarrollo de Sus determinaciones. Es un Padre amoroso que desea que todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2:4). Él actúa, llama, ruega y extiende Sus manos para guiar a aquellos que lo escuchan hacia un destino glorioso: la vida eterna en Cristo Jesús.

Claudio Crispim

É articulista do Portal Estudo Bíblico (https://estudobiblico.org), com mais de 360 artigos publicados e distribuídos gratuitamente na web. Nasceu em Mato Grosso do Sul, Nova Andradina, Brasil, em 1973. Aos 2 anos de idade sua família mudou-se para São Paulo, onde vive até hoje. O pai, ‘in memória’, exerceu o oficio de motorista coletivo e, a mãe, é comerciante, sendo ambos evangélicos. Cursou o Bacharelado em Ciências Policiais de Segurança e Ordem Pública na Academia de Policia Militar do Barro Branco, se formando em 2003, e, atualmente, exerce é Capitão da Policia Militar do Estado de São Paulo. Casado com a Sra. Jussara, e pai de dois filhos: Larissa e Vinícius.

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